Compromisos

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(Para C.A., con todo mi afecto, “y la afición en general”. Y para Carlos Pérez Cruz, trompetista de jazz y músico de la banda municipal de Pamplona, que se declaró objetor de conciencia y aceptó rebaja de salario y trabajo extra para no tocar en las corridas de toros).

España es un país muy marcado por la Contrarreforma, en el cual importa mucho la apariencia, el qué dirán y la fidelidad a la ortodoxia, sea ésta cual sea.

También somos un país distraído, en el que cuenta mucho más lo que se dice que lo que se hace, y en el que las personas muchas veces no son lo que son, sino lo que dicen que son: una prueba es que la mayor parte de los titulares de los periódicos consistan en entrecomillados de cosas que parece que se han dicho, y que otra parte más grande todavía del espacio informativo trata de comentarios sobre esos titulares.

La política, en España, no es debatir sobre lo que sucede, o elaborar y examinar propuestas prácticas de acción: es hablar, decir, aclamar, gritar, insultar, hacer chistes, “crear titulares”. La información no es contar las cosas, sino recoger lo que han dicho los políticos o dar opiniones sobre ello. En la información cultural cada vez hay menos sitio para el examen cuidadoso de obras, libros, películas, músicas, etc, o sobre las condiciones en las que los artistas crean su trabajo y el público lo recibe. Afortunadamente, ese examen crítico apasionado y a la vez concienzudo ha emigrado en gran parte a páginas de Internet.

En España nos gusta imaginarnos que somos muy individualistas, y que decimos a la primera lo que se nos ocurre, pero no es verdad. Decimos, con mucha frecuencia, lo que se espera que digamos. Procuramos no salirnos de nuestra ortodoxia, cada uno de la suya. Siguiendo una vieja y querida tradición, al que disiente de verdad con mucha frecuencia no se le discute: se le declara anatema y se le cuelga el sambenito: rojo, facha, comprado, español, socialdemócrata, tibio, equidistante, lo que toque. Lo que se espera de quien interviene en público, como de quien habla en un mitin, no es que despierte la inquietud o el pensamiento, sino que confirme los propios prejuicios, la querida ortodoxia.

En España, también por distracción, se confunde la grosería con espontaneidad, y la interjección con el radicalismo, y la chapucería con autencidad, y la jactancia con coraje. España está llena de grandes machotes que no tienen pelos en la lengua y sin embargo son extremadamente cuidadosos en elegir enemigos, de modo que éstos sean irrelevantes. En España, quizás por un viejo hábito de sumisión, se admira mucho el matonismo público.

En España, como en muchos otros sitios, las personas con oficios públicos, intelectuales, artísticos, etc, son a veces propensas a lo que Dickens llamó “Filantropía telescópica”: sentir grandes solidaridades con causas justas situadas a una larga distancia, y comportarse vilmente o mezquinamente en la distancia corta de la vida real. He conocido a lengendarios héroes de las más nobles causas que inmediatamente después de declarar su sufrimiento por los males del mundo aprovechaban su posición de poder para meterle mano a una secretaria o a una chica de prensa que por motivos obvios no podía defenderse. Los he visto volver de viajes solidarios a Cuba contando los precios excelentes de los favores sexuales de las llamadas jineteras. Los he visto dar una charla denunciando los abusos del capitalismo y a continuación, en el restaurante en el que eran invitados con dinero público, aprovechar para pedir la botella más cara. Los he visto montar en cólera porque en un viaje de avión de Madrid a Valencia no les reservaban asiento en business. Los he visto viajar por el mundo a costa del dinero público español y denunciar en sus conferencias la tiranía española sobre el pueblo perseguido al que pertenecen. Los he visto reclamar con malos modos un sitio en la zona VIP de las manifestaciones contra la guerra.

Muchos no son así, desde luego. Pero puedo asegurar que casi ninguno de los que actúan con honradez y decencia está entre los más glorificados por su incorruptible radicalismo.

Lo que he visto con mis ojos y lo que he estudiado en los libros de historia me ha dejado una profunda desconfianza hacia las Grandes Proclamas,  los Grandes Intelectuales, las Solemnes Mayúsculas. A mi amigo Thomas Mermall he hace gracia que yo le diga que no me fío del brillo excesivo de las ideas. Las ideas pueden ser demasiado seductoras. Las palabras son gratis. Creo que una de las grandes aportaciones del feminismo ha sido la insistencia en el significado político de los actos cotidianos. Me fijo en lo que las personas hacen más que en lo que dicen, y no quiero parecer lo que no soy.

No creo que un escritor tenga obligaciones políticas que no sean las del ejercicio de su ciudadanía. No creo que un “intelectual” esté más dotado que un carpintero o un médico para comprender el mundo. Uno puede tomar posiciones públicas o puede no tomarlas. Si las toma, estará bien que no se contradigan con sus actos privados. Y el compromiso no tiene por qué ser partidista. El partidismo, en España, ha secado casi por completo todo verdadero debate político. La casta política, sus redes clientelares y sus cortejos de opinadores más o menos a sueldo están siendo tan dañinos para el sistema democrático como la ley electoral, las listas cerradas y la no limitación de mandatos. Yo no me considero por encima de la política española: lo que considero es que la política española está muy por debajo del común de la ciudadanía y de sus necesidades.

Yo he ejercido desde hace muchos años, con plena conciencia, un activismo progresista pero no partidista. Mis opiniones son públicas, pero mi voto es secreto. Con frecuencia me he encontrado en posiciones muy incómodas, y más de una vez, claro está, me he equivocado. Pero siempre he procurado expresarme reflexivamente y cada vez más he querido hacerlo con serenidad y respeto.

Me gusta escribir sobre las cosas que me gustan: compartir mi entusiasmo por lo que voy descubriendo. Y cuando escribo sobre una película, un cuadro o una tarde de noviembre lo hago convencido de que la experiencia estética es accesible a todos y puede ser transmitida en el lenguaje más claro, y hace mejor la vida de las personas.

Pero la estética contiene una ética: el eje de una vida decente creo que está en hacer lo mejor posible aquello que uno tiene que hacer, sea un artículo, un guiso de judías, un cuadro, una hora de clase, una mesa, una operación de urgencia. En el ámbito de la propia vida cotidiana cada uno tiene posibilidades infinitas de hacer que el mundo sea un poco mejor o un poco peor. A veces se me ha ocurrido llamar a eso microética. En escribir un artículo para el periódico tengo que esforzarme al máximo para dar al lector algo que le sirva o que le acompañe, y eso incluye desde el cuidado de la gramática hasta la precisión en las informaciones. Creo que era Valéry quien decía que la sintaxis es una cuestión moral. No conozco mejor consigna ética, estética y política que la de Albert Camus: “Que chacun fasse son métier”. Que cada uno cumpla con su oficio. Eso equivale a lo que llamó Juan Ramón Jiménez “el trabajo gustoso”. Mis ideales políticos están expresados en un libro de Tony Judt, Ill Fares the Land(“Algo va mal”), en el párrafo final de Las ciudades invisibles de Italo Calvino y en un poema de Borges que se llama Los conjurados.

¿Soy un privilegiado? Claro que sí, o un afortunado: vivo de hacer aquello que me gusta. Trabajo todos los días, todo el año. No voy a congresos, no me uno a expediciones oficiales, no formo parte de jurados, no estoy en tertulias, no participo en actos públicos más que cuando no me queda más remedio. Doy clases una parte del año. Y una de las razones para estar un tiempo lejos de España es que el océano Atlántico es una coartada estupenda para eludir los actos sociales. Mi torre de marfin es bastante ruidosa, y está llena de gente: hijos, familia, amigos, lectores, estudiantes.

Santiago Sierra rechazó el Premio Nacional de Artes Plásticas. Me parece bien. No ha rechazado otras veces ser el representante oficial de España en la Bienal de Venecia, por ejemplo. Ni una cosa ni la otra lo descalifican, ni lo cualifican como artista.

A mí los premios oficiales me gustan tan poco al menos como a Santiago Sierra. Creo que hay demasiados. Creo que sirven sobre todo para dar al que ya tenía. Hace unos meses que preguntaron si, en caso de que me dieran el premio de las letras de Andalucía, pensaba rechazarlo. Le di vueltas y decidí que no, que lo aceptaba. En una época como esta no me parece decente recibir ese dinero público, si uno no lo necesita. De modo que doné ese importe a la biblioteca municipal de mi ciudad, donde servirá para financiar un club de lectura durante los próximos cinco años, si el ayuntamiento cumple la promesa de ceder una sala. Si hubiera rechazado el premio, y lo hubiera hecho público, probablemente me habrían dedicado más de un titular.

Pero si hay algo que no me gusta de la prensa española son los titulares.

Un abrazo, y gracias por la oportunidad de poner en limpio algunas ideas sueltas.